SONRISAS QUE SIEMBRAN FELICIDAD


SONRISAS QUE SIEMBRAN FELICIDAD

A las 07:00h suena mi despertador y por las rendijas de la ventana de mi oscura habitación entran los primeros rayos de sol del segundo lunes del mes de Septiembre. He de acostumbrarme a esta nueva casa, a ir dándome contra los muebles a medianoche y a saber donde acabo de poner todas estas cajas apiladas que dejé ayer en una de las habitaciones, no creo que use las tres, solamente con la mía será suficiente, no tendré a lo largo de estos nueve meses  muchas visitas en esta mi nueva y temporal casa.

La simpática chica de la inmobiliaria no se ha cansado de decirme durante los dos días que me ha llevado a decidirme a alquilarla, que era una zona tranquila y los vecinos aunque algunos ya de avanzada edad que han preferido el descanso a la ajetreada y monótona vida de la ciudad son buena gente.

Mientras desayuno y tras una reconfortante ducha hago una larga lista de la compra, espero no dejarme nada o me tocará volver, el supermercado más cercano está a 5 kilómetros de casa. La ventaja de vivir en el extrarradio de la ciudad es que no tienes nunca problema de aparcamiento, llegas a casa y aparcas en la misma puerta sea la hora que sea del día. El problema, que tienes que ir en coche cada día al trabajo, y hacia él me dirijo.

Me encuentro entrando a la ciudad por el sur, una ciudad que me vio nacer hace 45 años y que ahora 10 años después de mi marcha me vuelve a dar los buenos días. Y aunque es algo largo de explicar, resumiendo mucho, se debió a una desafortunada experiencia amorosa la cual me dejó muy tocado decidiendo poner tierra de por medio para olvidar. Olvidar a Ana, la que yo creía mujer de mi vida, con esa sonrisa que enamoraba (y seguro que seguirá enamorando), a la que di todo y quien me correspondió con un par de bonitos cuernos; tras 6 años de relación, al descubrir su infidelidad gracias a una caja de cartas y una hoja con un número de teléfono que tenía a buen recaudo en el altillo de nuestra habitación, que descubrí una mañana de domingo haciendo limpieza en ella. Hasta estábamos intentando tener descendencia y ya teníamos el nombre. Si era niño se llamaría Jorge, Lucía si era niña. Pero todo se truncó aquél aciago día de una primavera que en unos instantes para mí, se convirtió en un gélido invierno.

Esto de conducir sin música en el coche me dió qué pensar, mil historias y recuerdos se agolparon en mi mente al pasar por el Jardín de las Delicias, lugar de la infancia de amigos y compañeros de colegio de por aquél entonces, donde nuestra vida transcurría alegre y sin preocupaciones. Situado junto al barrio del Remedio el cual me vio nacer una templada noche del mes de Abril, y dar mis primeras patadas a un roído balón de futbol que me regalaron cuando cumplí los 6 años.

Llego a mi nuevo trabajo, el Colegio de Primaria “López de Hoyos” casi 1 hora antes del comienzo de las clases, al ser el primer día necesito integrarme lo más rápido posible. Me dirijo a conserjería y me indican dónde está la sala de profesores y el despacho de la directora. Desconozco todavía qué curso me ha sido asignado, ya que mi contratación ha sido en la última semana antes del comienzo de las clases debido a la baja inesperada de otro profesor.

Amalia, la directora me da la bienvenida y me comenta que mi curso será 4º de Primaria y que tendré 20 alumnos, a continuación me lleva a la sala de profesores para presentarme a mis compañeros que ya han llegado también casi todos. Soy bien recibido y un par de ellos me acompañan a enseñarme todo el colegio antes de que lleguen los niños.

Un colegio algo antiguo pero bien cuidado, limpio y con unas clases amplias, un gimnasio con todo lujo de detalles, un jardín con árboles frondosos y con un césped cuidado y recién cortado y hasta un pequeño huerto donde los niños según me comenta uno de los profesores que me acompaña lo usan para plantar tomates, lechugas, cebollas y alguna que otra más hortaliza cuando es la época.

Son las nueve menos cuarto de la mañana y los primeros niños llegan cuando estamos acabando de ver las instalaciones y se agolpan en la escalinata que da al interior y donde se bifurcan en 2 pisos las 36 clases de las que consta el colegio, 18 en cada piso.

Veo como después de más de dos meses sin verse algunos de ellos, se saludan, se cuentan cosas de su verano y se muestran unos a otros sus carteras recién estrenadas. Destaco entre ellos a lo lejos a una niña de unos diez años, morena, pelo largo recogido en una trenza, camiseta rosa de manga corta y pantalones a juego con las zapatillas blancas, también, cómo no, con su cartera nueva. Reparo en que me suena su cara pero cuando quiero acercarme a ella para verla de cerca, se pierde entre el tumulto de niños a la vez que suena la sirena de entrada a clase y todos escapan corriendo hacia sus distintas clases no sin antes entre sus padres y ellos mirar en el tablón de anuncios en que clase estarán destinados este curso.

Todo es alboroto, risas y gritos hasta que entro por la puerta de la clase numero 36, situada casi al final del pasillo en el segundo piso, en ella pasare los próximos 9 meses impartiendo mi humilde sabiduría y consejos a mi nuevos alumnos.

Empiezo a nombrar a cada alumno para ponerles cara hasta que llego a una niña llamada Lucía Díaz Rodríguez, la nombro, me mira, sonríe y dice presente… (Ana Díaz Rodríguez... La casualidad me llama poderosamente la atención). En ese instante me da un vuelco el corazón, esa sonrisa me es familiar, una sonrisa que siembra felicidad a quien la ve, transmite paz y desprende una luz difícil de igualar. Continué nombrando a los alumnos, titubeando y reteniendo en mi retina y en mi memoria esa cara con ojos verdes y voz angelical.

Estaba deseando que acabaran las clases para hacerle mil preguntas a Lucía, pero sabía que debía ser cauteloso y no denotar incertidumbre y sobre todo, nerviosismo delante de ella aunque, se que sería difícil.

Suena el timbre y acaba la primera clase, solo nos ha dado tiempo a conocer sus nombres. En la segunda hora les hablo de mi, de que he nacido en esa ciudad y cursé mis estudios de magisterio y me diplomé en la profesión que siempre había soñado, y hacía 10 años que tuve que emigrar a otro lugar por motivos personales, justo el año que todo ellos nacían.
Vuelve a sonar el timbre de final de segunda hora y los niños corren despavoridos por los pasillos con sus bocatas hacia el jardín a disfrutar del primer recreo del curso.

Mil ideas se agolpan en mi mente, necesitaba saber más datos de Lucía pero también sabía que no podía hacer un interrogatorio a una niña de 10 años, entonces, se me ocurrió una idea para sacarle la información que yo quería pero sin que se notara.

A la vuelta del recreo y una vez ya los niños en sus pupitres me dirigí a ellos y les dije: Vosotros ya sabéis cosas de mí, ahora quiero saber yo de vosotros, quiero que me digáis en qué zona vivís de la ciudad, cómo se llaman vuestros padres y si tenéis hermanos me lo digáis también.

Arquitecto, panadero, peluquera, albañil, policía… Luis, Sonia, Sergio, María, Juan… Aparecen de las bocas de esos niños alegres transmitiendo profesiones y nombres de sus padres, hasta que llega el turno de esa niña de mirada dulce y sonrisa contagiosa.

"Me llamo Lucía, vivo en el barrio de San Mateo, mi mamá se llama Ana y es arquitecta". No me lo podía creer, mi corazón latía a mil pulsaciones por minuto, solo deseaba que acabaran las clases para saber quién venía a recogerla y asegurarme de que Lucía era quien yo creía que era... o no.

Qué extraño, Lucía no me ha dicho nada de su padre, ni su nombre, ni su profesión...

Llegan las 2 de la tarde y suena el timbre, los niños salen despavoridos de clase, me asomo a la ventana y entre el jaleo de gente busco alguna cara conocida y la veo a ella, veo a Ana, no ha cambiado nada, está igual que hace 10 años cuando cerré por última vez la puerta de la casa que nos vio ser felices y me marché para olvidarla, o eso creía yo, qué iluso. No lo puedo resistir, bajo las escaleras, salgo al patio y nuestras miradas se cruzan. Lucía ya ha llegado junto a su madre que, agachada, la abraza y le da un beso en la mejilla. Llego a la altura de las dos y me saluda con un "Hola" y con esa sonrisa calcada a la de Lucía que se entremete en nuestras miradas y dice: "Mamá, mira, mi nuevo profe, se llama Juan". Pero casi no le hacemos caso, nuestros ojos siguen fijos en los del otro.

Me tiembla el cuerpo y no sé si voy a poder articular una frase, pero me atrevo con voz temblorosa a hacerle la pregunta que le quiero hacer durante toda la mañana…

Ana, ¿Sí o No?. A lo que ella responde con mirada triste… NO.

Y a mí, se me cae el mundo encima.


Antonio Rodríguez
Febrero 2019